Porque no es lo mismo decir que una persona es interesante que decir que es interesada. No es lo mismo decir "tengo depresión", que "estoy deprimido".
Algunas personas se presentan de tal forma que parecieran estar diciendo: "Hola. Soy depresión. Siempre fui depresión y siempre lo seré". Su identidad de Manolo Pérez pasa entonces a un segundo plano, pues nosotros, receptores activos de información, ya hemos generado instantáneamente la categoría: "depresión" en la que incluimos a Manolo. Toda la información que llegue detrás constituirá subcategorías de esa dimensión mayor, pero difícilmente pensaremos en Manolo sin que una de las palabras que primero nos venga a la mente sea "depresión". A otros se les etiqueta oficialmente de esquizofrénicos y no vuelven jamás a ser vistos como seres humanos pertenecientes a una red social sino que pasan a ser meras muestras representativas de una enfermedad biológica cerebral. Si tu niño es hiperactivo, no te bastará con decir que es energético, pues tú sientes la imperativa necesidad de ponerle un nombre a todo lo que te rodea. No es lo mismo decirle a tu hijo que tiene una enfermedad que decirle que tiene un trastorno, o comentarle que es más nervioso que los demás. No es lo mismo. No es lo mismo tratar a alguien "que no come" que tratar a un anoréxico. No es lo mismo.
Es impresionante, a la par que peligroso, el abuso gratuito que hacemos del lenguaje para ciencias tan delicadas como son o deberían ser la medicina o la psicología. Encasillar es en muchos casos retirar el derecho al cambio, es negar la posibilidad de desarrollo. El extremo contrario tiene el riesgo de no tomar en serio los sentimientos de una persona. Pero el problema no suele ser la persona, el problema suele ser más bien el problema. Tendemos a ser amigos de lo estático y nos olvidamos del enorme poder que tenemos para cambiar la realidad en función del nombre que le demos. Centrarse en un problema es una garantía asegurada de quedar ciegos para siempre ante un amplio abanico de soluciones.
La aceptación debe primar siempre ante la culpa y las narraciones han de ser cuidadosamente formuladas, de forma que lo positivo siempre quede enfatizado porque, ¿de qué sirve lo contrario?
Este lenguaje cuidadosamente elegido, flexible, relativo, enfatiza la posibilidad de escoger, de ser quien más nos gusta ser. Si conocemos nuestras herramientas además de nuestros defectos podemos, sin lugar a dudas, tirarnos de cabeza a la espiral de cambio que conduce al objetivo que más nos apetezca conseguir, hacia el reto que más deseemos superar.
Mediante la externalización y a través de los adjetivos adecuados, logramos deshacernos del quiste que supone el problema y alejarlo visualmente de nuestra identidad, de nosotros, para poder tratarlo como lo que es, un problema. Y los problemas, (muy a lo Calderón de la Barca), problemas son.
¡Hasta muy pronto!
Algunas personas se presentan de tal forma que parecieran estar diciendo: "Hola. Soy depresión. Siempre fui depresión y siempre lo seré". Su identidad de Manolo Pérez pasa entonces a un segundo plano, pues nosotros, receptores activos de información, ya hemos generado instantáneamente la categoría: "depresión" en la que incluimos a Manolo. Toda la información que llegue detrás constituirá subcategorías de esa dimensión mayor, pero difícilmente pensaremos en Manolo sin que una de las palabras que primero nos venga a la mente sea "depresión". A otros se les etiqueta oficialmente de esquizofrénicos y no vuelven jamás a ser vistos como seres humanos pertenecientes a una red social sino que pasan a ser meras muestras representativas de una enfermedad biológica cerebral. Si tu niño es hiperactivo, no te bastará con decir que es energético, pues tú sientes la imperativa necesidad de ponerle un nombre a todo lo que te rodea. No es lo mismo decirle a tu hijo que tiene una enfermedad que decirle que tiene un trastorno, o comentarle que es más nervioso que los demás. No es lo mismo. No es lo mismo tratar a alguien "que no come" que tratar a un anoréxico. No es lo mismo.
Es impresionante, a la par que peligroso, el abuso gratuito que hacemos del lenguaje para ciencias tan delicadas como son o deberían ser la medicina o la psicología. Encasillar es en muchos casos retirar el derecho al cambio, es negar la posibilidad de desarrollo. El extremo contrario tiene el riesgo de no tomar en serio los sentimientos de una persona. Pero el problema no suele ser la persona, el problema suele ser más bien el problema. Tendemos a ser amigos de lo estático y nos olvidamos del enorme poder que tenemos para cambiar la realidad en función del nombre que le demos. Centrarse en un problema es una garantía asegurada de quedar ciegos para siempre ante un amplio abanico de soluciones.
La aceptación debe primar siempre ante la culpa y las narraciones han de ser cuidadosamente formuladas, de forma que lo positivo siempre quede enfatizado porque, ¿de qué sirve lo contrario?
Este lenguaje cuidadosamente elegido, flexible, relativo, enfatiza la posibilidad de escoger, de ser quien más nos gusta ser. Si conocemos nuestras herramientas además de nuestros defectos podemos, sin lugar a dudas, tirarnos de cabeza a la espiral de cambio que conduce al objetivo que más nos apetezca conseguir, hacia el reto que más deseemos superar.
Mediante la externalización y a través de los adjetivos adecuados, logramos deshacernos del quiste que supone el problema y alejarlo visualmente de nuestra identidad, de nosotros, para poder tratarlo como lo que es, un problema. Y los problemas, (muy a lo Calderón de la Barca), problemas son.
¡Hasta muy pronto!