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domingo, 1 de septiembre de 2013

El cuento de las ranitas y la nata.

Hace nueve años, cuando no tenía ni la más remota idea de qué quería hacer con mi vida y psicología era solo uno de entre los muchos títulos sin contenido que incluí en mi lista de posibles carreras universitarias, leía entre otras cosas los libros de un psicólogo argentino que me gustaba mucho (raro, lo de que sea argentino y psicólogo digo) que se llamaba Jorge Bucay. Escribe tan sencillo y sus textos/cuentos son tan creativos, que activa tus procesos psicológicos más básicos sin que ni siquiera te hayas dado cuenta.

La motivación es uno de los procesos que Jorge (yo ya como si fuera mi amigo de toda la vida) fomenta en el lector. Un cuento que recuerdo me marcó fue el siguiente. Si me permitís, en este artículo voy a ser bastante más coloquial de lo habitual. La verdad, en plenos examenes, el rato que tengo para escribir en el blog me apetece darle otro tono a lo que escribo, no empeorando por ello la calidad del contenido.

El cuento no lo voy a buscar para copiarlo, lo contaré tal y como yo lo recuerdo:

Las ranitas y la nata


Érase una vez un par de ranitas que daban saltitos por el... campito (vaya manera de empezar, parezco Ned Flanders), cuando de repente encontraron un cubo de madera. Curiosas, las ranitas quisieron saber qué había en aquel atractivo cubo y saltaron al borde para asomarse, con tan mala suerte que ambas cayeron dentro. El cubo estaba lleno de nata. Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían; era imposible nadar o flotar en aquella masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente, pero era inútil. Solo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil llegar a la superficie y respirar.